domingo, 31 de enero de 2010

Textos primera reunión

La brevedad

Con frecuencia escucho elogiar la brevedad y, provisionalmente, yo mismo me siento feliz cuando oigo repetir que lo bueno, si breve, dos veces bueno.
Sin embargo, en la sátira I, 1, Horacio se pregunta, o hace como que le pregunta a Mecenas, por qué nadie está contento con su condición, y el mercader envidia al soldado y el soldado al mercader. Recuerdan, ¿verdad?
Lo cierto es que el escritor de brevedades nada anhela más en el mundo que escribir interminablemente largos textos, largos textos en que la imaginación no tenga que trabajar, en que hechos, cosas, animales y hombres se crucen, se busquen o se huyan, vivan, convivan, se amen o derramen libremente su sangre sin sujeción al punto y coma, al punto.
A ese punto que en este instante me ha sido impuesto por algo más fuerte que yo, que respeto y que odio.

Augusto Monterroso
(En Movimiento perpetuo, recogido en Cuentos, fábulas y lo demás es silencio, México, Alfaguara, 1996)



Fin

De pronto, como predestinado por una fuerza invisible, el carro respondió a otra intención, enfilado hacia imprevisible destino, sin que mis inútiles esfuerzos lograran desviar la dirección para volver al rumbo que me había propuesto.
Caminamos así, en la noche y el misterio, en el horror y la fatalidad, sin que yo pudiera hacer nada para oponerme.
El otro ser paró el motor, allí en un sitio desolado. Alguien que no estaba antes, me apuntó desde el asiento posterior con el frío implacable de un arma. Y su voz definitiva, me sentenció:
- ¡Prepárate al fin de este cuento!

Edmundo Valadés
(En La otra mirada, Antología del microrrelato hispánico, Edic. de David Lagmanovich, Palencia, Menoscuarto, 2005)


La culta dama


Le pregunté a la culta dama si conocía el cuento de Augusto Monterroso titulado "El dinosaurio".
-Ah, es una delicia -me respondió- ya estoy leyéndolo.

José de la Colina
(En Tren de historias, México, Aldus, 1998)



Los dinosaurios, el dinosaurio


Cada soñador (¿o habría que decir durmiente?) tiene su dinosaurio, aunque lo común es que no lo encuentre al despertar. Soñadores impacientes despiertan siempre antes de que sus dinosaurios lleguen, y dinosaurios impacientes siempre se van antes de que sus soñadores despierten. Lo admirable del cuento de Monterroso consiste en presentar el único caso en que el tiempo del soñador coincidió con la paciencia de su dinosaurio y la impaciencia de un considerable número de lectores.

Raúl Brasca
(En La otra mirada, Antología del microrrelato hispánico, Palencia, Menoscuarto, 2005)


Las mil y una tardes

Ayer por la tarde escribí un cuento con un argumento muy simple, el más simple y tal vez el más malo de la historia. Trata de un cuentista que ayer por la tarde escribe un cuento muy simple, el más simple y tal vez el más malo de la historia: trata de un cuentista que ayer por la tarde escribe un cuento muy simple, el más simple y tal vez el más malo de la historia: trata de un cuentista que ayer por la tarde escribe un cuento muy simple, el más simple y tal vez el más malo de la historia...

Jaime Muñoz Vargas
(En La otra mirada, Antología del microrrelato hispánico, Palencia, Menoscuarto, 2005)


La brevedad


Me convenzo ahora de que la brevedad es una entelequia cuando leo una línea y me parece más larga que mi propia vida, y cuando después leo una novela y me parece más breve que la muerte.

Gabriel Jiménez Emán
(En La otra mirada, Antología del microrrelato hispánico, Palencia, Menoscuarto, 2005)

Cruce

Cruzaba la calle cuando comprendió que no le importaba llegar al otro lado.

Arturo Pérez Reverte
(En Microrrelatos, antología y taller, Valencia, Edit. Tilde, 2004)


Zafarrancho de combate


En el vapor de la carrera se realiza un zafarrancho de naufragio. Se controlan los botes y los pasajeros se colocan sus salvavidas (los niños primero y a continuación las mujeres). De acuerdo a las convenciones de la ficción breve, se espera que el simulacro convoque a lo real: ahora es cuando el barco debería naufragar. Sin embargo sucede todo lo contrario. El simulacro lo invade todo, se apodera de las acciones, los deseos, las caras de la tripulación y el paisaje. El barco entero es ahora un simulacro y también el mar. Incluso yo misma finjo escribir

Ana María Shua
(En Casa de geishas, Buenos Aires, Sudamericana, 1992)


Pida la palabra, pero tenga cuidado


Cuando el catedrático doctor Lastra tomó la palabra, ésta le zampó un mordisco de los que te dejan la mano hecha moco. Al igual que más de cuatro, el doctor Lastra no sabía que para tomar la palabra hay que estar bien seguro de sujetarla por la piel del pescuezo si, por ejemplo, se trata de la palabra ola, pero que a queja hay que tomarla por las patas, mientras que asa exige pasar delicadamente los dedos por debajo como cuando se blande una tostada antes de untarle la manteca con vivaz ajetreo.¿Qué diremos de ajetreo? Que se requieren las dos manos, una por arriba y otra por abajo, como quien sostiene a un bebé de pocos días, a fin de evitar las vehementes sacudidas a que ambos son proclives. ¿Y proclive, ya que estamos? Se la agarra por arriba como a un rabanito, pero con todos los dedos porque es pesadísima. ¿Y pesadísima?
De abajo, como quien empuña una matraca. ¿Y matraca? Por arriba, como una balanza de feria. Yo creo que ahora usted puede seguir adelante, doctor Lastra.

Julio Cortázar
(En Último round, Madrid, Siglo XXI Editores, 1972)


En defensa del oficio

Los que no escriben saben que escribir es fácil. Que para ello sólo es necesario un jardín, una mujer y un hombre que, por alguna circunstancia de la vida, ha olvidado la cita. Los que no escriben saben que eso es suficiente para escribir una novela o un cuento, según si en medio del hombre y la mujer interviene un tercero con intenciones de contrariarlo todo. De eso dependen la extensión y la intención de la historia. Sin embargo, los que escriben piensan todo lo contrario y si se empeñan en estar horas enteras frente a la página en blanco, quemándose las pestañas y la sesera, creando largos e intrincados argumentos, es sólo porque quisieran encontrar finalmente esa verdad de que tan buena fuente saben los que no escriben.

Rogelio Guedea
(En Del aire al aire, Barcelona, Thule Ediciones, 2004)

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